Una fotografía
se vino a mi memoria, no está plasmada en una placa, parece un recuerdo dibujado
a plumilla, es un recuerdo renacentista, es un momento profético, es toda
nuestra vida en compañía.
Y aquí
estoy. Observando desde lejos. Expectante de nuestro recorrido ya en lejanía. Me
veo allí, en la fotografía, pero no la palpo, soy expectante desde la penumbra.
Conozco
lo que siente la mujer sobre esa cama revuelta, en una habitación hotelera del
centro de la ciudad; donde la escena aparece como el fragmento de una ceremonia
llena de armonía.
Estoy
allí contigo y también aquí, sola, en otro tiempo de la conciencia.
En el cuadro la pareja descansa
después de hacer el amor, la piel de ambos brilla húmeda. El hombre tiene los
ojos cerrados, una mano sobre su pecho y la otra sobre el muslo de ella, en
íntima complicidad. Para mí esa visión es recurrente e inmutable, nada cambia,
siempre es la misma sonrisa plácida del hombre, el mismo cansancio de la mujer,
los mismos pliegues de las sábanas y rincones sombríos del cuarto, siempre la
luz de la lámpara roza los senos y los pómulos de ella en el mismo ángulo y
siempre las manos del hombre acarician los
cabellos oscuros con igual delicadeza.
Cada vez que pienso en ti, así te
veo, así nos veo, detenidos para siempre en ese lienzo, invulnerables al
deterioro de la mala memoria. Puedo recrearme largamente en esa escena, hasta
sentir que entro en el espacio del cuadro y ya no soy la que observa, sino la
mujer que yace junto a ese hombre. Entonces se rompe la simétrica quietud de la
fotografía y escucho nuestras voces muy cercanas.